Escultura de la serie "Lo que queda" |
Reflexiones
sobre la hierba
“Admitimos la realidad
si la podemos confundir con
la imaginación. La
imaginación es, entonces, la escena
apropiada para contemplar
la realidad”.
Alejandro Rossi
¿Desde dónde estamos?
Despiezamos y clasificamos el
mundo igual que el carnicero al animal; cada uno en su parcela
especializada. En eso consiste la labor de muchos profesionales:
fotógrafos, sociólogos, científicos, críticos de arte,
delineantes, canteros, cartógrafos, historiadores, chatarreros,
cineastas, militares, echadores de cartas, agrimensores, filósofos,
periodistas, etc.
La escala humana se manifiesta en
desventaja ante la magnitud y diversidad del universo. El perímetro
de nuestras limitaciones nos dibuja en forma de pequeños fragmentos,
y, como tales, abordamos el mundo por partes, fraccionándolo y
acotándolo para verlo más a nuestra imagen y semejanza, ajustándolo
a nuestra capacidad perceptiva y de entendimiento. Cuando levantamos
la cabeza hacia la negrura cósmica no vemos las estrellas, sino el
viaje de su luz. No percibimos las cosas en su estado presente, sino
en el nuestro; ni dónde están, sino desde donde estamos; ni cómo
son, sino como somos; y así, con ese acomodo, nos vamos relacionando
con la realidad: transformándola en percepción, comprendiéndola
maleable, situándola en nuestra propia singularidad.
Un perro mira lo mismo que su
dueño y lo ve de otra forma. Si el dueño lo pudiera ver exactamente
igual que su perro diría que lo percibe distorsionado: más
expandido en sentido horizontal. Pero el perro no ve la realidad
distorsionada, ve su realidad: la que él es y en la que está;
la percibe a su medida, colocada en sus ojos, adaptada a él y
adoptada por él; y él, adaptado a ella y adoptado por ella; igual
que nosotros.
Damos por supuesto cómo ven los
demás, pero nunca lo sabemos con exactitud. No podemos abandonar
nuestra mismidad para mirar desde la de otros. Habitamos en la
singularidad que nos ha tocado, dentro de nuestro propio mirador.
Pero, por esa razón, porque vivimos sujetos a la propia mismidad,
necesitamos buscar lazos en el exterior. De ahí que utilicemos vías
de relación a través del lenguaje, los símbolos o el arte como
extensión para cohesionar lo individual con lo colectivo, para
alcanzar en sintonía esos encuentros que germinan en comunicación.
En la realidad encontramos nuestro
tiento; la utilizamos como asidero para mantener el equilibrio y
fijarnos mientras avanzamos. Vemos en ella nuestra única e
irrepetible existencia espejada y el escenario para ir rodando la
temporalidad. Forma parte de nosotros; nos configura y enmarca en una
recíproca viceversa. Por eso, a veces, decimos que cada persona
es un mundo, porque en cada uno el mundo habita y se refleja, es
donde la realidad se revela haciéndose visible de determinada manera
y donde se puede afirmar como memoria con conciencia. Practicamos
así, el mundo y nosotros, una mutua hospitalidad: él nos aloja en
su vasta dimensión y nosotros lo acogemos en la propia intimidad –en
nuestra medida de lo entrañable-, filtrándolo y discriminándolo a
través de la percepción, la inteligencia y los sentimientos que
después lo expresarán en huella con dimensión humana.
La creación
Vamos existiendo en las secuencias
de ese espacio vital que llamamos presente, en ese lugar de paso
entre la memoria y la expectativa. Desde él miramos y nos
proyectamos, desde él también creamos, inmersos en el surgir de los
sucesos y sintiendo que formamos parte de ellos.
Los árboles no dejan ver el
bosque. El ahora no deja ver el presente. Los ojos no dejan ver el
mundo. El mundo pegado al ojo tapa al ojo; pero de ese pegado,
precisamente, se desprende la imaginación del artista: la visión a
través de la invención: la invención formando la mirada: la mirada
legitimando una nueva realidad. De esta manera, inventando o creando,
desvelamos aquello que en cada tiempo tiene la posibilidad de ser
expresado, aquello que al convertirlo en visible nos incluye y
transporta en su expresión.
Creamos para seguir
descubriéndonos en nuestras primeras veces ante las cosas, para ir
reinaugurando la realidad de nuestro discurrir no ensayado. Crear
consiste en eso: en una forma de discurrir mientras simultáneamente
nos discurre el acontecer; afección y hallazgo de la propia mismidad
en/ante lo otro, de quien mira y acota para ser también visto y
acotado. Se crea en pareja con lo que va aconteciendo, igual que la
pareja de baile: dando pasos, llevando y dejándose llevar; buscando
en el avance una cierta armonía y conciliación entre las dos
partes; un equilibrio entre la voluntad de llevar y la otra que nos
lleva. Sólo así, emparejados con lo que nos discurre –con lo
imprevisto-, y de forma parecida al sueño, alcanzamos la creación
en ese discurrir y ser discurridos. Sin cierto abandono y sin
conciliación no logramos el sueño; conciliar el sueño, decimos.
Parece que el tiempo creativo también tuviera una naturaleza
nocturna, más propicia para buscar por dentro la luz de otras
visiones, igual que las noches que nos recorren y nos sueñan
despertando en nosotros profundas miradas; otras miradas.
Mirar para hacerse visto, recorrer
y ser recorrido, asomarse y atisbar lo que aún no se ve. En cierto
modo, lo creativo resulta una metáfora de lo ciego: esbozo de
sonrisa inicial ofrecida sin ver lo otro en el encuentro, o lo que es
lo mismo: posicionamiento ante lo incierto con una expectativa que se
sustenta en lo todavía invisible. Por eso, la creación se da,
fundamentalmente, como una forma de videncia desde la invidencia,
como un ejercicio de especulación para inventar nuestras propias
visiones: para vernos mirando la realidad en la que vamos existiendo.
Al crear situamos las videncias fuera de nosotros, dándoles
cuerpo más allá de la provisionalidad de nuestros instantes, en
obras convertidas en ejes: en extensiones intermediarias para la
comunicación; para la percepción de esa huella con memoria que
otros pronunciarán desde el lado de su tiempo.
La huella
Miramos el barro y vemos la mano;
pero la huella no es ni el barro ni la mano: es el tiempo fijado a la
plasticidad de una unión entre dos partes; rastro y evocación de un
lado ausente que, al faltar, nos sitúa en su lugar enfrentados a la
otra parte –su otra parte-, amoldando nuestra mirada a la matriz
del hueco y a la forma de lo que allí fue.
Quizá el grabado resulte el mejor
medio para explicar lo creativo como ejemplo de la huella. Cuando un
espectador contempla una estampa, mira también algo más que esa
estampa: ve un lado que es transferencia de otro, un presente visual
y el pasado que lo generó. La estampa nace tras la unión de un
papel y una matriz; es la huella de una adaptación y la ex-presión
hecha visible al alcanzarse el último eslabón de un proceso.
Inicialmente el grabador va tallando la plancha, reuniendo en ella
distintos tiempos de intervención, convirtiéndola en superficie
grabada para retener la tinta como vehículo expresivo. El cúmulo de
secuencias surcadas se convertirá posteriormente en un solo presente
compacto: un presente de presentes prensados. Mientras la imagen
espera en la plancha es sólo registro latente, hipótesis palpada
que, manteniéndose presente y literalmente a mano, se preserva aún
invisible hasta la estampación. Cuando la imagen llega al final del
proceso, alcanza en el papel su otro lado, que ya es también el lado
del espectador.
Al último alcance en ese proceso
del grabado lo llamamos estampación, igual que en la arquitectura
hablamos de construcción o en la fotografía de revelado. Después
viene el inicio de otro proceso: el del alcance del espectador
amoldando su visión ante la huella convertida en estampa, habitando
la arquitectura y haciéndose al espacio, situando su visión sobre
el papel fotográfico y más allá de él. Un lado, el espacio y la
ilusión. Podrían darse más ejemplos; serviría cualquier otro para
referirnos al envío de la obra creada y la recepción de su
destinatario. Cojamos el verbo y la relación entre escritor y
lector. Primero la escritura: la expresión sucediéndose en cabeza
de línea: abriéndose paso palabra a palabra: dejando secuelas.
Después la lectura: la atención en tránsito: deslizándose íntima
sobre la palabra escrita: discurriendo en la escucha que pronuncia al
otro. Da lo mismo, en cualquier caso, andamos siempre entre dos lados
recíprocos, alcanzándonos en esa correspondencia que llamamos
comunicación.
La hierba mojada
El creador deja huellas porque
avanza a tientas. Lee su entorno deletreándolo, sin dar por supuesto
que lo conoce. Necesita palparlo y tropezar para orientarse y
descubrirlo. Sus impresiones, las que recibe y las que deja,
corresponden a las de una ceguera que busca nuevos caminos y otras
formas de atención y orientación. Resulta paradójico, para
estimular la imaginación y alcanzar nuevas visiones, necesitamos
crear antes nuevas cegueras como limpieza del estorbo estereotipado
(los ciegos de nacimiento que consiguen la visión en una etapa
adulta, para ir aprendiendo como nuevos videntes, necesitan ir
muriéndose como antiguos perceptores ciegos). Sin noche previa no
tenemos amanecer. Mantenerse creativo significa, por tanto,
permanecer perdido de forma fértil. Perderse significa, también,
descubrirse de otra manera.
“Noté con la mano la hierba
mojada y supe que estaba vivo”. Fue la declaración de un joven
tras sufrir un grave accidente. Una mano sobre la hierba mojada
comprobando el latido de la propia existencia. El hecho resultó
poético y trágico. La poesía se subió a un extremo y cumplió un
papel: informó de la vida. La hierba mojada se convirtió para el
accidentado en una hierba distinta; creyéndose en la noche palpó en
ella su luz.
El otro lado
El tacto y la mano. Nuestros
antepasados alcanzaron la verticalidad y liberaron las manos. Surgió
así la proyección de una mirada más larga y el inicio de las
manualidades. El hacer manual dio qué pensar: favoreció la
evolución de la mente. Aquellas manos libres y prensiles
intermediaron entre el deseo y la realidad, entre lo interno y lo
externo. De las manos intermediarias nació la imaginación: la
pre-visión para transformar y dominar una parte del mundo
real. Así, la acción y el pensamiento aplicados, la forma y la
función de lo hecho, fueron convirtiendo el discurrir humano en la
huella de una inteligencia que avanzaba haciendo.
Creamos dejando esa huella, manual
y mental, en el sitio elegido, en el espacio que limita una página
en blanco, en un lienzo o en cualquier otro material o lugar. Pero
los sitios y los materiales también hablan y piden cosas, de ahí
que, a veces, utilicemos frases del tipo: “parece que este sitio
pide algo” o “lo que aquí pide es…” La creación es cuestión
de oído y diálogo. Pintamos un cuadro y el mismo nos dice que falta
un poco de azul aquí y sobra un poco de rojo allí. Miguel Ángel
concebía sus esculturas considerando la maternidad del material: la
figura ya se encontraba dentro del bloque de mármol; su tarea
consistía en quitar el sobrante que la ocultaba; avanzaba hacia ella
orientado por los latidos internos del material, tallándolo con
tacto, directamente sin el recurso del sacapuntos, dialogando con él
desde su previsión. De aquel modo nacían las esculturas que ambos,
Miguel Ángel y el mármol, albergaban en su interior. Dar forma al
mármol era, literalmente, dar a luz: hacer visible lo interno.
Parece claro: tenemos cierto oído
para escuchar la realidad que nos rodea y para dialogar y llegar a
acuerdos con ella; pero de la realidad escuchamos y vemos unas cosas
u otras dependiendo de nuestros intereses y circunstancias, de
nuestros hábitos y educación, de nuestra inteligencia y
sensibilidad y, sobre todo, de nuestra capacidad para atender desde
una u otra sintonía.
Al nacer y asomarnos al mundo, en
cierto modo, seguimos sintiéndonos en otro adentro. Después
tardamos un tiempo en diferenciar el yo del ello hasta
que aprendemos a percibir nuestra autonomía y las distancias de sus
afueras. Sin embargo, aunque posteriormente se vaya afirmando esa
autonomía como frontera, queda establecida para siempre una relación
entre ambos lados: una comunicación con la otra parte. Ese proceso
de darnos forma, de ir siendo y haciéndonos personas, va
cristalizando en los vínculos que establecemos al relacionarnos con
lo otro y los otros; de esta manera vamos construyendo nuestra propia
entidad singular, inmersos en el tejido colectivo y bajo los efectos
de su interacción. La visión y la idea que poseemos de nosotros
mismos mantiene una correspondencia con la visión y la idea que
tenemos de lo que está al otro lado. La mirada hacia nuestro yo ha
de pasar por la otredad machadiana: la referencia del otro ojo que
vemos y nos ve. Del reconocimiento de ese otro lado nace la empatía:
la consideración y comprensión de lo ajeno al sentirlo en lo
propio, la identificación, la ética y nuestra propia explicación
pronunciándose en el verbo que se justifica en los demás.
Cuando un aficionado al ciclismo
ve pasar desde la orilla de la carretera a los corredores, no los
aplaude desde la verticalidad en la que los esperaba (no se aplaude
igual en la carretera que en un teatro o en un encuentro de
baloncesto); con su peculiar modo de aplaudir, el aficionado proyecta
el ánimo hacia el esfuerzo del ciclista; expresa una identificación
con quien admira y le emociona. Como espectador participa de la
carrera sintiéndola suya; por eso aplaude desde la orilla imitando
inconscientemente al corredor, igual que si estuviera sobre la
bicicleta: flexionando las pernas, inclinando el torso hacia adelante
y estirando los brazos; algunos, incluso, hasta corren unos metros
junto al ciclista.
La belleza como
realidad
“La realidad no me interesa,
sólo la belleza”. Fue una declaración de la fotógrafa y cineasta
Leni Riefenstahl, autora de documentales propagandísticos para el
régimen genocida de Adolf Hitler. La declaración la hizo en una
entrevista en el verano de 1997 ante la polémica que estaba
levantando una muestra de fotografías suyas en una galería de
Hamburgo.
La frase, lejos de poder
justificar lo profesional como parcela desconectada de la realidad,
sólo expresa un divorcio entre lo pretendidamente artístico y su
objetivo. La estética no se puede pronunciar sin sus últimas cinco
letras. La misma frase de Leni Riefenstahl también la podrían haber
pronunciado quienes llevaban a los deportados a los campos de
exterminio. Al fin y al cabo, ellos también buscaban una belleza –
la llamaban pureza- sin tener en cuenta la realidad; la realidad de
los otros. La práctica artística no se puede dar sin sentirse
afectada y concernida por lo que ocurre en su entorno. Desde el
Renacimiento, la labor del artista incluye una responsabilidad y un
posicionamiento individual que va más allá del oficio y el recreo
plástico; de otra forma esa labor quedaría limitada en su función
a un mero autismo estético. No es posible desvincular la belleza de
la realidad; su realce, en lo artístico, ha de servir para
sensibilizarnos y para que notemos, aún más, el conjunto de la
realidad; para que nuestra razón e inteligencia no estén exentas
del soporte emocional.
La belleza forma parte de la
realidad que nos incluye. Vive en nosotros cuando las cualidades de
lo contemplado se convierten en afección perceptiva. Culturalmente,
obedece a determinado cánones, pero éstos no la pueden explicar.
Una explicación puede resultar bella, pero la belleza no es la
explicación; la sobrepasa. Sólo se puede transmitir a través de la
emoción que nos produce, por contagio y compartiendo su mismo
síntoma: el amor a esa realidad común que nos conmueve. Bajo esa
afección compartida, a la que ha de aspirar el arte, nunca podremos
sentirnos divorciados de la realidad ni indiferentes ante lo que
sucede en el otro lado, porque el lado del otro es también el
nuestro. Está implícito en la creación: al crear, el artista ya se
ensaya desde ese lado como primer espectador: guía su acción
enfrentado a ella, poniéndose en el lugar de otro, abriendo
un espacio y unas posibilidades de percepción para sí mismo y para
los demás; inventa un mirador para asombrarse y después lo cede.
Colgando del tiempo
A la vez que finalizan los días,
nosotros también vamos anocheciendo. Nos recogemos y abandonamos
para descansar en nuestros adentros.
Por la noche, desde las afueras,
nuestros puntos luminosos parecen iguales. Sólo se diferencian en
las tarifas de los contadores de la luz. Por eso, con independencia
de los iluminados y de los que al mirar para arriba se deslumbran, ya
sabemos que mirar mucho y distinto tiene un precio. Probablemente sea
esta la razón por la que al artista, como al cerdo, lo cura la
sociedad colgándolo del tiempo.
Trabajar el tiempo, mirar
distinto, medir mirando, imaginar al otro, palpar y dejar huellas,
crear rastros, descubrir visiones, informar de la vida, deletrear la
realidad a través de sus detalles, establecer nuevos conjuntos y
relaciones entre las partes, trascender y sublimar fragmentos ante la
inmensidad. En eso entre otras cosas, consiste la labor de algunos
profesionales.
(Del
catálogo editado por el Servicio de Publicaciones del Principado de
Asturias con motivo de la exposición individual celebrada en el
Museo Barjola en agosto de 1998)
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