martes, 18 de diciembre de 2012


"Cada arte reitera su origen".
María Zambrano



Antes del arte como vía de representación, hace unos 400.000 años, alguien enterró junto a sus muertos un bifaz que no fue utilizado como herramienta. Este hallazgo, en un lugar tan especial como la Sima de los Huesos, en la Sierra de Atapuerca, lo consideran los expertos el primer ajuar prehistórico, y nos dicen que ya habla de una mente simbólica del Homo heidelbergensis, con capacidad para reflexionar sobre la vida y la muerte.

¿Podría estar en el bifaz la primera forma arquetípica que después, en distintas escalas, se repetiría en el menhir y en numerosas obras escultóricas y arquitectónicas? Desde la experiencia del arte sí podemos establecer dicha analogía, como si el bifaz fuera una maqueta del menhir que emerge de la tierra señalando el territorio.

Aquel bifaz, de una cuarcita ocre y roja que solo se encuentra a varios kilómetros del yacimiento, exento de su función como herramienta, cabe considerarlo como el antecedente más remoto del arte: un objeto exclusivamente simbólico portador de significado y sentimientos,como apertura a lo trascendente cuando la vida material y la supervivencia se encontraban en cotas muchísimo más bajas que las actuales.

Nuestra humanización, y la de nuestro entorno, va unida en nuestra evolución y progreso a lo simbólico y al arte, éste nacido de la transversalidad de nuestras inteligencias, como las que corresponden a las habilidades técnica y social, que permitieron a nuestros ancestros dar forma y sentido a los objetos y ornamentos que todavía hoy seguimos portando.

La forma arquetípica de la única pieza de industria lítica encontrada en la Sima, sigue surgiendo de nuestro subconsciente individual y colectivo en nuestros procesos creativos, con múltiples variaciones y escalas que expresan nuestros anhelos ante lo que nos sobrepasa, intermediando
entre la materia y la luz, entre el tiempo y el espacio.






















































HACIA LA LUZ
Acero corten. 22 metros de altura.
Avda. Justo del Castillo. Gijón.
Instalada en diciembre de 2009

domingo, 16 de diciembre de 2012






AÑORANZA DEL REVÉS

El principio de un recurso pictórico como la reserva de la forma, que en la historia del arte derivó en variedad de plantillas, estarcidos y calcos, ya viene de las siluetas de manos del Paleolítico, desarrollándose posteriormente con más amplitud bajo una posible influencia añadida de las sombras de las manos y el cuerpo frente al fuego, como adelanto de las sombras chinescas, precursoras de la fotografía, el cine y la televisión. Aquellas manos prehistóricas fueron arte y parte o, si se prefiere, el testimonio más remoto de lo que en el siglo XX se acuñó como body-art. Apoyadas sobre el muro reservaban su propia efigie mientras recibían pintura pulverizada con algún sistema de aerografía que cubría la superficie a su alrededor. Después, al retirarse, dejaban el registro de su literal ausencia (la presencia de la ausencia, que decía el escultor Pablo Serrano sirviéndose de una explicación que le había dado Jorge Oteiza). De este modo pudo haber nacido el concepto de la imagen en negativo, configurada en su particular vuelta de guante como el entrelazado espacial de su interior y exterior, igual que si los salientes y entrantes de los dedos se dieran la misma mano en el itinerario de su borde.

Sin embargo, aunque en un sentido más amplio las pinturas rupestres dotan de significado al marco que las comprende, pues más allá de sus propias dimensiones físicas humanizan el interior de la cueva dándole una trascendencia, en nuestra cultura occidental, aún con este antecedente y las aportaciones de las artes actuales -especialmente de la arquitectura y la escultura-, sigue prevaleciendo una consideración convencional del espacio que tiende a verlo como un vacío neutro -que no lo ve-, de tal modo que no siempre se tiene en cuenta la interacción que se da entre el fondo y la figura, lo mismo en la obra de arte de dos o tres dimensiones que fuera de ella, cuando, en todos los casos, la figura es inherente al fondo y viceversa.

Desde un punto de vista artístico podemos mantener la idea de que el espacio, real o representado, es significativo y complementario: como un externo revés; como el intermedio que une y diferencia todas las cosas en el tiempo de sus formas. Y si esto lo entendemos así, la magnitud del tal intermedio resulta inseparable de la realidad física y sustantiva de aquello que lo ocupa o lo limita y de su contemplación. Aunque no sea exactamente lo mismo, un ejemplo claro lo tenemos con nuestro propio espacio vital, que psicológica y culturalmente hacemos valer con mayor o menor medida en su extensión.

Decía el filósofo Xavier Zubiri, refiriéndose al espacio real, que éste no tiene una estructura propia, salvo la que le imponen los cuerpos que lo ocupan, pero que esa ocupación siempre se da en respectividad entre unos cuerpos y otros. Pues bien, uno de los objetivos de la obra de arte consiste tanto en buscar un equilibrio como en dar un sentido expresivo a esas relaciones de respectividad entre los distintos cuerpos o partes que la componen, ya sea en el espacio bidimensional o tridimensional, dejando tal sentido abierto a un diálogo y a las distintas percepciones que lo interpreten o, parafraseando a Zubiri, que lo hagan dar de sí.

En un jardín zen seco son las rocas las que sugieren las posibles variaciones y ritmos que a modo de metáfora se pueden crear a su alrededor con la gravilla rastrillada. Cualquier cuerpo o silueta cuenta en el espacio circundante con su singular halo, formando con él una unidad abierta y sostenida en el propio límite de su misma configuración, igual que el ajuste que se da entre las dos partes del Yin y el Yang, o como la infinitud romántica de los paisajes de Friedrich, sujeta hacia uno y otro lado en la luz que se abre o se cierra en el eje del horizonte; eje, asimismo, entre lo real y lo ilusorio.

Quizá, el alma de las cosas que buscamos con el arte se encuentre más fuera que dentro de ellas –entre ellas-, en ese exterior que es a su vez el interior común de su revés, como el interespaciado de las letras, o como el tiempo que nos perfila a nosotros y nos lleva a preguntarnos si no será el límite el alma conceptual –y residual- que surgió con la separación de aquella materia infinitamente densa y la abertura espaciotemporal del Big Bang. Y también, si no podrá ser el espacio el viaje de un eco arquetípico cargado de añoranza, como el de la mano primigenia que se fue.



Del catálogo “Naturaleza”, de la exposición individual en la Galería Gema Llamazares en 2006

  Escultura de la serie "Del tiempo".                          
  Foto: José Ferrero



La plasticidad de los sucesos


Si la plasticidad es la propiedad que presentan ciertos materiales de mantener la deformación producida por una acción exterior una vez que ha cesado ésta, entonces las artes plásticas son las artes de las huellas, y éstas el testimonio y la expresión del encuentro entre dos partes, en el que una de ellas –la del artista que guía la acción- queda reflejada en la plasticidad de la otra que moldeó.

Cuando pisamos descalzos sobre un suelo blando de arcilla ésta se amolda a la morfología de nuestros pies y en cierto modo los calza. Algo similar sucede cuando el pintor aplica la materia pictórica sobre un soporte: la pintura, una vez convertida en huella, permanece como expresión del lado de su procedencia; como matriz que da forma a las miradas que le llegan. Esa orientación expresiva, siempre de vuelta hacia el lugar ocupado antes por el pintor, nos lleva a considerar la pintura como una extensión reversa, tanto en el tiempo como en la forma. Sólo cabe una excepción de lo contrario: cuando se pinta sobre un soporte transparente. Quien pinta el cristal de un escaparate por dentro para que se vea por fuera sabe que las pinceladas de la última capa no serán las primeras, al revés que en un soporte opaco.

No vemos la materia en el interior de su lleno ciego sino en el espacio abierto que nos revela su forma externa. Una roca horadada por los golpes de la mar tiene en el vacío de sus huecos un tiempo simultáneo, cóncavo y convexo: una contingencia en permanente viceversa intermediando entre el adentro de la roca y las afueras de la mar. Nosotros mismos, quietos o en movimiento, intermediamos entre el antes de la luz y el después de nuestra sombra, y en el claroscuro de ahí en medio, entre lo que nos llega de un lado y la perspectiva que proyectamos sobre el contrario, es donde vamos convirtiendo el tiempo prestado en uno propio. Igual sucede con el resto de la naturaleza.

Un artista como Giuseppe Penone talla vigas de madera, adelgazándolas y respetando a la vez sus nudos –sus ramas internas-, para regresar así tiempo adentro hasta dejar a la vista una parte del árbol que fueron (serie Árboles). En ningún caso hay tránsitos ni mudanzas amorfas, pues el orden de los sucesos se da siempre de alguna forma. Si el caos es un orden más rápido que no llegamos a alcanzar, entonces la forma puede considerarse como el alcance perceptivo de un orden más lento.

Convencionalmente manejamos una idea del tiempo ajustada a nuestra configuración física, con frente y espalda, sin embargo nuestra percepción sensible de él se remite, tanto o más que al orden cronológico, a sus efectos sobre la apariencia y la plasticidad de los seres y las cosas. En la plasticidad de un rostro se encuentra la expresión de su propio semblante; el que ha ido dibujando un carácter más propenso a unos gestos que a otros. Luis Fernández valoraba el polvo que se iba posando sobre los objetos porque los matizaba. Los campesinos, junto con el clima y las estaciones del año, también transforman el aspecto del paisaje. A las playas les llega con el agua la línea móvil de la orilla. Todos los géneros posan en movimiento para los formatos de los lienzos: figuras, bodegones, paisajes y marinas.

La quietud absoluta y la estabilidad de lo inmóvil no existen, y quizá por ello necesitamos pintar, grabar o tallar con anhelo fijador, para equilibrarnos en lo fugaz y darle a nuestra provisionalidad significado y porvenir. Los enamorados tallan corazones en las cortezas de los árboles para que la savia de otra vida circule por ellos, cicatrizándolos primero e internándolos después. Los muros no están solamente en el orden fijo de sus ladrillos o piedras, y los niños, que lo saben, dejan en ellos sus grafismos para que permanezcan sujetos a los cambios de la luz solar que los recorre y los despide al final de cada tarde.

Quien mira el mundo a través del arte adquiere otra flexibilidad perceptiva y se sitúa ante él de un modo diferente. Dicen los expertos en comunicación no verbal que cuando alguien contempla una pieza escultórica tiende con su cuerpo, inconscientemente, a adoptar una postura similar a la de la forma de la escultura. La masa atrae a la masa, incluida la nuestra, y al contemplarla nos encorva o nos estira.

Transformamos la naturaleza y damos forma a la materia, pero también ellas tiran de nosotros y nos moldean, física y mentalmente, por eso como humanos con conciencia de lo propio siempre hemos necesitado distinguirnos y superarnos como tales marcando las distancias. Así sucede con los atletas. En un salto de longitud lo importante no es el tiempo elíptico del vuelo sino el lugar que al final ocupa la marca de la caída en la arena.

Marcamos las distancias con el impulso de un salto, con los recorridos de unos pinceles entre una paleta y un lienzo o abriendo y cerrando ángulos con los ojos al mirar en movimiento el espacio que se recorta entre las ramas de los árboles. Y de este modo, distanciándonos y moviéndonos como actores o espectadores, vamos recorriendo y enfocando en la dinámica del espacio-tiempo las formas y los contrastes que caben en la ida y vuelta que hay entre nosotros y todo lo otro que nos atrae.



(Del catálogo editado por el Servicio de Publicaciones del Principado de Asturias con motivo de la exposición itinerante del proyecto artístico, lúdico y didáctico “Del tiempo” iniciada en el Museo Barjola en octubre de 2002)



Escultura de la serie "Lo que queda"




Reflexiones sobre la hierba


“Admitimos la realidad si la podemos confundir con
la imaginación. La imaginación es, entonces, la escena
apropiada para contemplar la realidad”.

Alejandro Rossi




¿Desde dónde estamos?

Despiezamos y clasificamos el mundo igual que el carnicero al animal; cada uno en su parcela especializada. En eso consiste la labor de muchos profesionales: fotógrafos, sociólogos, científicos, críticos de arte, delineantes, canteros, cartógrafos, historiadores, chatarreros, cineastas, militares, echadores de cartas, agrimensores, filósofos, periodistas, etc.

La escala humana se manifiesta en desventaja ante la magnitud y diversidad del universo. El perímetro de nuestras limitaciones nos dibuja en forma de pequeños fragmentos, y, como tales, abordamos el mundo por partes, fraccionándolo y acotándolo para verlo más a nuestra imagen y semejanza, ajustándolo a nuestra capacidad perceptiva y de entendimiento. Cuando levantamos la cabeza hacia la negrura cósmica no vemos las estrellas, sino el viaje de su luz. No percibimos las cosas en su estado presente, sino en el nuestro; ni dónde están, sino desde donde estamos; ni cómo son, sino como somos; y así, con ese acomodo, nos vamos relacionando con la realidad: transformándola en percepción, comprendiéndola maleable, situándola en nuestra propia singularidad.

Un perro mira lo mismo que su dueño y lo ve de otra forma. Si el dueño lo pudiera ver exactamente igual que su perro diría que lo percibe distorsionado: más expandido en sentido horizontal. Pero el perro no ve la realidad distorsionada, ve su realidad: la que él es y en la que está; la percibe a su medida, colocada en sus ojos, adaptada a él y adoptada por él; y él, adaptado a ella y adoptado por ella; igual que nosotros.

Damos por supuesto cómo ven los demás, pero nunca lo sabemos con exactitud. No podemos abandonar nuestra mismidad para mirar desde la de otros. Habitamos en la singularidad que nos ha tocado, dentro de nuestro propio mirador. Pero, por esa razón, porque vivimos sujetos a la propia mismidad, necesitamos buscar lazos en el exterior. De ahí que utilicemos vías de relación a través del lenguaje, los símbolos o el arte como extensión para cohesionar lo individual con lo colectivo, para alcanzar en sintonía esos encuentros que germinan en comunicación.

En la realidad encontramos nuestro tiento; la utilizamos como asidero para mantener el equilibrio y fijarnos mientras avanzamos. Vemos en ella nuestra única e irrepetible existencia espejada y el escenario para ir rodando la temporalidad. Forma parte de nosotros; nos configura y enmarca en una recíproca viceversa. Por eso, a veces, decimos que cada persona es un mundo, porque en cada uno el mundo habita y se refleja, es donde la realidad se revela haciéndose visible de determinada manera y donde se puede afirmar como memoria con conciencia. Practicamos así, el mundo y nosotros, una mutua hospitalidad: él nos aloja en su vasta dimensión y nosotros lo acogemos en la propia intimidad –en nuestra medida de lo entrañable-, filtrándolo y discriminándolo a través de la percepción, la inteligencia y los sentimientos que después lo expresarán en huella con dimensión humana.



La creación

Vamos existiendo en las secuencias de ese espacio vital que llamamos presente, en ese lugar de paso entre la memoria y la expectativa. Desde él miramos y nos proyectamos, desde él también creamos, inmersos en el surgir de los sucesos y sintiendo que formamos parte de ellos.

Los árboles no dejan ver el bosque. El ahora no deja ver el presente. Los ojos no dejan ver el mundo. El mundo pegado al ojo tapa al ojo; pero de ese pegado, precisamente, se desprende la imaginación del artista: la visión a través de la invención: la invención formando la mirada: la mirada legitimando una nueva realidad. De esta manera, inventando o creando, desvelamos aquello que en cada tiempo tiene la posibilidad de ser expresado, aquello que al convertirlo en visible nos incluye y transporta en su expresión.

Creamos para seguir descubriéndonos en nuestras primeras veces ante las cosas, para ir reinaugurando la realidad de nuestro discurrir no ensayado. Crear consiste en eso: en una forma de discurrir mientras simultáneamente nos discurre el acontecer; afección y hallazgo de la propia mismidad en/ante lo otro, de quien mira y acota para ser también visto y acotado. Se crea en pareja con lo que va aconteciendo, igual que la pareja de baile: dando pasos, llevando y dejándose llevar; buscando en el avance una cierta armonía y conciliación entre las dos partes; un equilibrio entre la voluntad de llevar y la otra que nos lleva. Sólo así, emparejados con lo que nos discurre –con lo imprevisto-, y de forma parecida al sueño, alcanzamos la creación en ese discurrir y ser discurridos. Sin cierto abandono y sin conciliación no logramos el sueño; conciliar el sueño, decimos. Parece que el tiempo creativo también tuviera una naturaleza nocturna, más propicia para buscar por dentro la luz de otras visiones, igual que las noches que nos recorren y nos sueñan despertando en nosotros profundas miradas; otras miradas.

Mirar para hacerse visto, recorrer y ser recorrido, asomarse y atisbar lo que aún no se ve. En cierto modo, lo creativo resulta una metáfora de lo ciego: esbozo de sonrisa inicial ofrecida sin ver lo otro en el encuentro, o lo que es lo mismo: posicionamiento ante lo incierto con una expectativa que se sustenta en lo todavía invisible. Por eso, la creación se da, fundamentalmente, como una forma de videncia desde la invidencia, como un ejercicio de especulación para inventar nuestras propias visiones: para vernos mirando la realidad en la que vamos existiendo. Al crear situamos las videncias fuera de nosotros, dándoles cuerpo más allá de la provisionalidad de nuestros instantes, en obras convertidas en ejes: en extensiones intermediarias para la comunicación; para la percepción de esa huella con memoria que otros pronunciarán desde el lado de su tiempo.



La huella

Miramos el barro y vemos la mano; pero la huella no es ni el barro ni la mano: es el tiempo fijado a la plasticidad de una unión entre dos partes; rastro y evocación de un lado ausente que, al faltar, nos sitúa en su lugar enfrentados a la otra parte –su otra parte-, amoldando nuestra mirada a la matriz del hueco y a la forma de lo que allí fue.

Quizá el grabado resulte el mejor medio para explicar lo creativo como ejemplo de la huella. Cuando un espectador contempla una estampa, mira también algo más que esa estampa: ve un lado que es transferencia de otro, un presente visual y el pasado que lo generó. La estampa nace tras la unión de un papel y una matriz; es la huella de una adaptación y la ex-presión hecha visible al alcanzarse el último eslabón de un proceso. Inicialmente el grabador va tallando la plancha, reuniendo en ella distintos tiempos de intervención, convirtiéndola en superficie grabada para retener la tinta como vehículo expresivo. El cúmulo de secuencias surcadas se convertirá posteriormente en un solo presente compacto: un presente de presentes prensados. Mientras la imagen espera en la plancha es sólo registro latente, hipótesis palpada que, manteniéndose presente y literalmente a mano, se preserva aún invisible hasta la estampación. Cuando la imagen llega al final del proceso, alcanza en el papel su otro lado, que ya es también el lado del espectador.

Al último alcance en ese proceso del grabado lo llamamos estampación, igual que en la arquitectura hablamos de construcción o en la fotografía de revelado. Después viene el inicio de otro proceso: el del alcance del espectador amoldando su visión ante la huella convertida en estampa, habitando la arquitectura y haciéndose al espacio, situando su visión sobre el papel fotográfico y más allá de él. Un lado, el espacio y la ilusión. Podrían darse más ejemplos; serviría cualquier otro para referirnos al envío de la obra creada y la recepción de su destinatario. Cojamos el verbo y la relación entre escritor y lector. Primero la escritura: la expresión sucediéndose en cabeza de línea: abriéndose paso palabra a palabra: dejando secuelas. Después la lectura: la atención en tránsito: deslizándose íntima sobre la palabra escrita: discurriendo en la escucha que pronuncia al otro. Da lo mismo, en cualquier caso, andamos siempre entre dos lados recíprocos, alcanzándonos en esa correspondencia que llamamos comunicación.




La hierba mojada

El creador deja huellas porque avanza a tientas. Lee su entorno deletreándolo, sin dar por supuesto que lo conoce. Necesita palparlo y tropezar para orientarse y descubrirlo. Sus impresiones, las que recibe y las que deja, corresponden a las de una ceguera que busca nuevos caminos y otras formas de atención y orientación. Resulta paradójico, para estimular la imaginación y alcanzar nuevas visiones, necesitamos crear antes nuevas cegueras como limpieza del estorbo estereotipado (los ciegos de nacimiento que consiguen la visión en una etapa adulta, para ir aprendiendo como nuevos videntes, necesitan ir muriéndose como antiguos perceptores ciegos). Sin noche previa no tenemos amanecer. Mantenerse creativo significa, por tanto, permanecer perdido de forma fértil. Perderse significa, también, descubrirse de otra manera.

“Noté con la mano la hierba mojada y supe que estaba vivo”. Fue la declaración de un joven tras sufrir un grave accidente. Una mano sobre la hierba mojada comprobando el latido de la propia existencia. El hecho resultó poético y trágico. La poesía se subió a un extremo y cumplió un papel: informó de la vida. La hierba mojada se convirtió para el accidentado en una hierba distinta; creyéndose en la noche palpó en ella su luz.




El otro lado

El tacto y la mano. Nuestros antepasados alcanzaron la verticalidad y liberaron las manos. Surgió así la proyección de una mirada más larga y el inicio de las manualidades. El hacer manual dio qué pensar: favoreció la evolución de la mente. Aquellas manos libres y prensiles intermediaron entre el deseo y la realidad, entre lo interno y lo externo. De las manos intermediarias nació la imaginación: la pre-visión para transformar y dominar una parte del mundo real. Así, la acción y el pensamiento aplicados, la forma y la función de lo hecho, fueron convirtiendo el discurrir humano en la huella de una inteligencia que avanzaba haciendo.

Creamos dejando esa huella, manual y mental, en el sitio elegido, en el espacio que limita una página en blanco, en un lienzo o en cualquier otro material o lugar. Pero los sitios y los materiales también hablan y piden cosas, de ahí que, a veces, utilicemos frases del tipo: “parece que este sitio pide algo” o “lo que aquí pide es…” La creación es cuestión de oído y diálogo. Pintamos un cuadro y el mismo nos dice que falta un poco de azul aquí y sobra un poco de rojo allí. Miguel Ángel concebía sus esculturas considerando la maternidad del material: la figura ya se encontraba dentro del bloque de mármol; su tarea consistía en quitar el sobrante que la ocultaba; avanzaba hacia ella orientado por los latidos internos del material, tallándolo con tacto, directamente sin el recurso del sacapuntos, dialogando con él desde su previsión. De aquel modo nacían las esculturas que ambos, Miguel Ángel y el mármol, albergaban en su interior. Dar forma al mármol era, literalmente, dar a luz: hacer visible lo interno.

Parece claro: tenemos cierto oído para escuchar la realidad que nos rodea y para dialogar y llegar a acuerdos con ella; pero de la realidad escuchamos y vemos unas cosas u otras dependiendo de nuestros intereses y circunstancias, de nuestros hábitos y educación, de nuestra inteligencia y sensibilidad y, sobre todo, de nuestra capacidad para atender desde una u otra sintonía.

Al nacer y asomarnos al mundo, en cierto modo, seguimos sintiéndonos en otro adentro. Después tardamos un tiempo en diferenciar el yo del ello hasta que aprendemos a percibir nuestra autonomía y las distancias de sus afueras. Sin embargo, aunque posteriormente se vaya afirmando esa autonomía como frontera, queda establecida para siempre una relación entre ambos lados: una comunicación con la otra parte. Ese proceso de darnos forma, de ir siendo y haciéndonos personas, va cristalizando en los vínculos que establecemos al relacionarnos con lo otro y los otros; de esta manera vamos construyendo nuestra propia entidad singular, inmersos en el tejido colectivo y bajo los efectos de su interacción. La visión y la idea que poseemos de nosotros mismos mantiene una correspondencia con la visión y la idea que tenemos de lo que está al otro lado. La mirada hacia nuestro yo ha de pasar por la otredad machadiana: la referencia del otro ojo que vemos y nos ve. Del reconocimiento de ese otro lado nace la empatía: la consideración y comprensión de lo ajeno al sentirlo en lo propio, la identificación, la ética y nuestra propia explicación pronunciándose en el verbo que se justifica en los demás.

Cuando un aficionado al ciclismo ve pasar desde la orilla de la carretera a los corredores, no los aplaude desde la verticalidad en la que los esperaba (no se aplaude igual en la carretera que en un teatro o en un encuentro de baloncesto); con su peculiar modo de aplaudir, el aficionado proyecta el ánimo hacia el esfuerzo del ciclista; expresa una identificación con quien admira y le emociona. Como espectador participa de la carrera sintiéndola suya; por eso aplaude desde la orilla imitando inconscientemente al corredor, igual que si estuviera sobre la bicicleta: flexionando las pernas, inclinando el torso hacia adelante y estirando los brazos; algunos, incluso, hasta corren unos metros junto al ciclista.




La belleza como realidad

“La realidad no me interesa, sólo la belleza”. Fue una declaración de la fotógrafa y cineasta Leni Riefenstahl, autora de documentales propagandísticos para el régimen genocida de Adolf Hitler. La declaración la hizo en una entrevista en el verano de 1997 ante la polémica que estaba levantando una muestra de fotografías suyas en una galería de Hamburgo.

La frase, lejos de poder justificar lo profesional como parcela desconectada de la realidad, sólo expresa un divorcio entre lo pretendidamente artístico y su objetivo. La estética no se puede pronunciar sin sus últimas cinco letras. La misma frase de Leni Riefenstahl también la podrían haber pronunciado quienes llevaban a los deportados a los campos de exterminio. Al fin y al cabo, ellos también buscaban una belleza – la llamaban pureza- sin tener en cuenta la realidad; la realidad de los otros. La práctica artística no se puede dar sin sentirse afectada y concernida por lo que ocurre en su entorno. Desde el Renacimiento, la labor del artista incluye una responsabilidad y un posicionamiento individual que va más allá del oficio y el recreo plástico; de otra forma esa labor quedaría limitada en su función a un mero autismo estético. No es posible desvincular la belleza de la realidad; su realce, en lo artístico, ha de servir para sensibilizarnos y para que notemos, aún más, el conjunto de la realidad; para que nuestra razón e inteligencia no estén exentas del soporte emocional.

La belleza forma parte de la realidad que nos incluye. Vive en nosotros cuando las cualidades de lo contemplado se convierten en afección perceptiva. Culturalmente, obedece a determinado cánones, pero éstos no la pueden explicar. Una explicación puede resultar bella, pero la belleza no es la explicación; la sobrepasa. Sólo se puede transmitir a través de la emoción que nos produce, por contagio y compartiendo su mismo síntoma: el amor a esa realidad común que nos conmueve. Bajo esa afección compartida, a la que ha de aspirar el arte, nunca podremos sentirnos divorciados de la realidad ni indiferentes ante lo que sucede en el otro lado, porque el lado del otro es también el nuestro. Está implícito en la creación: al crear, el artista ya se ensaya desde ese lado como primer espectador: guía su acción enfrentado a ella, poniéndose en el lugar de otro, abriendo un espacio y unas posibilidades de percepción para sí mismo y para los demás; inventa un mirador para asombrarse y después lo cede.




Colgando del tiempo

A la vez que finalizan los días, nosotros también vamos anocheciendo. Nos recogemos y abandonamos para descansar en nuestros adentros.

Por la noche, desde las afueras, nuestros puntos luminosos parecen iguales. Sólo se diferencian en las tarifas de los contadores de la luz. Por eso, con independencia de los iluminados y de los que al mirar para arriba se deslumbran, ya sabemos que mirar mucho y distinto tiene un precio. Probablemente sea esta la razón por la que al artista, como al cerdo, lo cura la sociedad colgándolo del tiempo.

Trabajar el tiempo, mirar distinto, medir mirando, imaginar al otro, palpar y dejar huellas, crear rastros, descubrir visiones, informar de la vida, deletrear la realidad a través de sus detalles, establecer nuevos conjuntos y relaciones entre las partes, trascender y sublimar fragmentos ante la inmensidad. En eso entre otras cosas, consiste la labor de algunos profesionales.



(Del catálogo editado por el Servicio de Publicaciones del Principado de Asturias con motivo de la exposición individual celebrada en el Museo Barjola en agosto de 1998)