domingo, 16 de diciembre de 2012






AÑORANZA DEL REVÉS

El principio de un recurso pictórico como la reserva de la forma, que en la historia del arte derivó en variedad de plantillas, estarcidos y calcos, ya viene de las siluetas de manos del Paleolítico, desarrollándose posteriormente con más amplitud bajo una posible influencia añadida de las sombras de las manos y el cuerpo frente al fuego, como adelanto de las sombras chinescas, precursoras de la fotografía, el cine y la televisión. Aquellas manos prehistóricas fueron arte y parte o, si se prefiere, el testimonio más remoto de lo que en el siglo XX se acuñó como body-art. Apoyadas sobre el muro reservaban su propia efigie mientras recibían pintura pulverizada con algún sistema de aerografía que cubría la superficie a su alrededor. Después, al retirarse, dejaban el registro de su literal ausencia (la presencia de la ausencia, que decía el escultor Pablo Serrano sirviéndose de una explicación que le había dado Jorge Oteiza). De este modo pudo haber nacido el concepto de la imagen en negativo, configurada en su particular vuelta de guante como el entrelazado espacial de su interior y exterior, igual que si los salientes y entrantes de los dedos se dieran la misma mano en el itinerario de su borde.

Sin embargo, aunque en un sentido más amplio las pinturas rupestres dotan de significado al marco que las comprende, pues más allá de sus propias dimensiones físicas humanizan el interior de la cueva dándole una trascendencia, en nuestra cultura occidental, aún con este antecedente y las aportaciones de las artes actuales -especialmente de la arquitectura y la escultura-, sigue prevaleciendo una consideración convencional del espacio que tiende a verlo como un vacío neutro -que no lo ve-, de tal modo que no siempre se tiene en cuenta la interacción que se da entre el fondo y la figura, lo mismo en la obra de arte de dos o tres dimensiones que fuera de ella, cuando, en todos los casos, la figura es inherente al fondo y viceversa.

Desde un punto de vista artístico podemos mantener la idea de que el espacio, real o representado, es significativo y complementario: como un externo revés; como el intermedio que une y diferencia todas las cosas en el tiempo de sus formas. Y si esto lo entendemos así, la magnitud del tal intermedio resulta inseparable de la realidad física y sustantiva de aquello que lo ocupa o lo limita y de su contemplación. Aunque no sea exactamente lo mismo, un ejemplo claro lo tenemos con nuestro propio espacio vital, que psicológica y culturalmente hacemos valer con mayor o menor medida en su extensión.

Decía el filósofo Xavier Zubiri, refiriéndose al espacio real, que éste no tiene una estructura propia, salvo la que le imponen los cuerpos que lo ocupan, pero que esa ocupación siempre se da en respectividad entre unos cuerpos y otros. Pues bien, uno de los objetivos de la obra de arte consiste tanto en buscar un equilibrio como en dar un sentido expresivo a esas relaciones de respectividad entre los distintos cuerpos o partes que la componen, ya sea en el espacio bidimensional o tridimensional, dejando tal sentido abierto a un diálogo y a las distintas percepciones que lo interpreten o, parafraseando a Zubiri, que lo hagan dar de sí.

En un jardín zen seco son las rocas las que sugieren las posibles variaciones y ritmos que a modo de metáfora se pueden crear a su alrededor con la gravilla rastrillada. Cualquier cuerpo o silueta cuenta en el espacio circundante con su singular halo, formando con él una unidad abierta y sostenida en el propio límite de su misma configuración, igual que el ajuste que se da entre las dos partes del Yin y el Yang, o como la infinitud romántica de los paisajes de Friedrich, sujeta hacia uno y otro lado en la luz que se abre o se cierra en el eje del horizonte; eje, asimismo, entre lo real y lo ilusorio.

Quizá, el alma de las cosas que buscamos con el arte se encuentre más fuera que dentro de ellas –entre ellas-, en ese exterior que es a su vez el interior común de su revés, como el interespaciado de las letras, o como el tiempo que nos perfila a nosotros y nos lleva a preguntarnos si no será el límite el alma conceptual –y residual- que surgió con la separación de aquella materia infinitamente densa y la abertura espaciotemporal del Big Bang. Y también, si no podrá ser el espacio el viaje de un eco arquetípico cargado de añoranza, como el de la mano primigenia que se fue.



Del catálogo “Naturaleza”, de la exposición individual en la Galería Gema Llamazares en 2006

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