domingo, 16 de diciembre de 2012



Escultura de la serie "Lo que queda"




Reflexiones sobre la hierba


“Admitimos la realidad si la podemos confundir con
la imaginación. La imaginación es, entonces, la escena
apropiada para contemplar la realidad”.

Alejandro Rossi




¿Desde dónde estamos?

Despiezamos y clasificamos el mundo igual que el carnicero al animal; cada uno en su parcela especializada. En eso consiste la labor de muchos profesionales: fotógrafos, sociólogos, científicos, críticos de arte, delineantes, canteros, cartógrafos, historiadores, chatarreros, cineastas, militares, echadores de cartas, agrimensores, filósofos, periodistas, etc.

La escala humana se manifiesta en desventaja ante la magnitud y diversidad del universo. El perímetro de nuestras limitaciones nos dibuja en forma de pequeños fragmentos, y, como tales, abordamos el mundo por partes, fraccionándolo y acotándolo para verlo más a nuestra imagen y semejanza, ajustándolo a nuestra capacidad perceptiva y de entendimiento. Cuando levantamos la cabeza hacia la negrura cósmica no vemos las estrellas, sino el viaje de su luz. No percibimos las cosas en su estado presente, sino en el nuestro; ni dónde están, sino desde donde estamos; ni cómo son, sino como somos; y así, con ese acomodo, nos vamos relacionando con la realidad: transformándola en percepción, comprendiéndola maleable, situándola en nuestra propia singularidad.

Un perro mira lo mismo que su dueño y lo ve de otra forma. Si el dueño lo pudiera ver exactamente igual que su perro diría que lo percibe distorsionado: más expandido en sentido horizontal. Pero el perro no ve la realidad distorsionada, ve su realidad: la que él es y en la que está; la percibe a su medida, colocada en sus ojos, adaptada a él y adoptada por él; y él, adaptado a ella y adoptado por ella; igual que nosotros.

Damos por supuesto cómo ven los demás, pero nunca lo sabemos con exactitud. No podemos abandonar nuestra mismidad para mirar desde la de otros. Habitamos en la singularidad que nos ha tocado, dentro de nuestro propio mirador. Pero, por esa razón, porque vivimos sujetos a la propia mismidad, necesitamos buscar lazos en el exterior. De ahí que utilicemos vías de relación a través del lenguaje, los símbolos o el arte como extensión para cohesionar lo individual con lo colectivo, para alcanzar en sintonía esos encuentros que germinan en comunicación.

En la realidad encontramos nuestro tiento; la utilizamos como asidero para mantener el equilibrio y fijarnos mientras avanzamos. Vemos en ella nuestra única e irrepetible existencia espejada y el escenario para ir rodando la temporalidad. Forma parte de nosotros; nos configura y enmarca en una recíproca viceversa. Por eso, a veces, decimos que cada persona es un mundo, porque en cada uno el mundo habita y se refleja, es donde la realidad se revela haciéndose visible de determinada manera y donde se puede afirmar como memoria con conciencia. Practicamos así, el mundo y nosotros, una mutua hospitalidad: él nos aloja en su vasta dimensión y nosotros lo acogemos en la propia intimidad –en nuestra medida de lo entrañable-, filtrándolo y discriminándolo a través de la percepción, la inteligencia y los sentimientos que después lo expresarán en huella con dimensión humana.



La creación

Vamos existiendo en las secuencias de ese espacio vital que llamamos presente, en ese lugar de paso entre la memoria y la expectativa. Desde él miramos y nos proyectamos, desde él también creamos, inmersos en el surgir de los sucesos y sintiendo que formamos parte de ellos.

Los árboles no dejan ver el bosque. El ahora no deja ver el presente. Los ojos no dejan ver el mundo. El mundo pegado al ojo tapa al ojo; pero de ese pegado, precisamente, se desprende la imaginación del artista: la visión a través de la invención: la invención formando la mirada: la mirada legitimando una nueva realidad. De esta manera, inventando o creando, desvelamos aquello que en cada tiempo tiene la posibilidad de ser expresado, aquello que al convertirlo en visible nos incluye y transporta en su expresión.

Creamos para seguir descubriéndonos en nuestras primeras veces ante las cosas, para ir reinaugurando la realidad de nuestro discurrir no ensayado. Crear consiste en eso: en una forma de discurrir mientras simultáneamente nos discurre el acontecer; afección y hallazgo de la propia mismidad en/ante lo otro, de quien mira y acota para ser también visto y acotado. Se crea en pareja con lo que va aconteciendo, igual que la pareja de baile: dando pasos, llevando y dejándose llevar; buscando en el avance una cierta armonía y conciliación entre las dos partes; un equilibrio entre la voluntad de llevar y la otra que nos lleva. Sólo así, emparejados con lo que nos discurre –con lo imprevisto-, y de forma parecida al sueño, alcanzamos la creación en ese discurrir y ser discurridos. Sin cierto abandono y sin conciliación no logramos el sueño; conciliar el sueño, decimos. Parece que el tiempo creativo también tuviera una naturaleza nocturna, más propicia para buscar por dentro la luz de otras visiones, igual que las noches que nos recorren y nos sueñan despertando en nosotros profundas miradas; otras miradas.

Mirar para hacerse visto, recorrer y ser recorrido, asomarse y atisbar lo que aún no se ve. En cierto modo, lo creativo resulta una metáfora de lo ciego: esbozo de sonrisa inicial ofrecida sin ver lo otro en el encuentro, o lo que es lo mismo: posicionamiento ante lo incierto con una expectativa que se sustenta en lo todavía invisible. Por eso, la creación se da, fundamentalmente, como una forma de videncia desde la invidencia, como un ejercicio de especulación para inventar nuestras propias visiones: para vernos mirando la realidad en la que vamos existiendo. Al crear situamos las videncias fuera de nosotros, dándoles cuerpo más allá de la provisionalidad de nuestros instantes, en obras convertidas en ejes: en extensiones intermediarias para la comunicación; para la percepción de esa huella con memoria que otros pronunciarán desde el lado de su tiempo.



La huella

Miramos el barro y vemos la mano; pero la huella no es ni el barro ni la mano: es el tiempo fijado a la plasticidad de una unión entre dos partes; rastro y evocación de un lado ausente que, al faltar, nos sitúa en su lugar enfrentados a la otra parte –su otra parte-, amoldando nuestra mirada a la matriz del hueco y a la forma de lo que allí fue.

Quizá el grabado resulte el mejor medio para explicar lo creativo como ejemplo de la huella. Cuando un espectador contempla una estampa, mira también algo más que esa estampa: ve un lado que es transferencia de otro, un presente visual y el pasado que lo generó. La estampa nace tras la unión de un papel y una matriz; es la huella de una adaptación y la ex-presión hecha visible al alcanzarse el último eslabón de un proceso. Inicialmente el grabador va tallando la plancha, reuniendo en ella distintos tiempos de intervención, convirtiéndola en superficie grabada para retener la tinta como vehículo expresivo. El cúmulo de secuencias surcadas se convertirá posteriormente en un solo presente compacto: un presente de presentes prensados. Mientras la imagen espera en la plancha es sólo registro latente, hipótesis palpada que, manteniéndose presente y literalmente a mano, se preserva aún invisible hasta la estampación. Cuando la imagen llega al final del proceso, alcanza en el papel su otro lado, que ya es también el lado del espectador.

Al último alcance en ese proceso del grabado lo llamamos estampación, igual que en la arquitectura hablamos de construcción o en la fotografía de revelado. Después viene el inicio de otro proceso: el del alcance del espectador amoldando su visión ante la huella convertida en estampa, habitando la arquitectura y haciéndose al espacio, situando su visión sobre el papel fotográfico y más allá de él. Un lado, el espacio y la ilusión. Podrían darse más ejemplos; serviría cualquier otro para referirnos al envío de la obra creada y la recepción de su destinatario. Cojamos el verbo y la relación entre escritor y lector. Primero la escritura: la expresión sucediéndose en cabeza de línea: abriéndose paso palabra a palabra: dejando secuelas. Después la lectura: la atención en tránsito: deslizándose íntima sobre la palabra escrita: discurriendo en la escucha que pronuncia al otro. Da lo mismo, en cualquier caso, andamos siempre entre dos lados recíprocos, alcanzándonos en esa correspondencia que llamamos comunicación.




La hierba mojada

El creador deja huellas porque avanza a tientas. Lee su entorno deletreándolo, sin dar por supuesto que lo conoce. Necesita palparlo y tropezar para orientarse y descubrirlo. Sus impresiones, las que recibe y las que deja, corresponden a las de una ceguera que busca nuevos caminos y otras formas de atención y orientación. Resulta paradójico, para estimular la imaginación y alcanzar nuevas visiones, necesitamos crear antes nuevas cegueras como limpieza del estorbo estereotipado (los ciegos de nacimiento que consiguen la visión en una etapa adulta, para ir aprendiendo como nuevos videntes, necesitan ir muriéndose como antiguos perceptores ciegos). Sin noche previa no tenemos amanecer. Mantenerse creativo significa, por tanto, permanecer perdido de forma fértil. Perderse significa, también, descubrirse de otra manera.

“Noté con la mano la hierba mojada y supe que estaba vivo”. Fue la declaración de un joven tras sufrir un grave accidente. Una mano sobre la hierba mojada comprobando el latido de la propia existencia. El hecho resultó poético y trágico. La poesía se subió a un extremo y cumplió un papel: informó de la vida. La hierba mojada se convirtió para el accidentado en una hierba distinta; creyéndose en la noche palpó en ella su luz.




El otro lado

El tacto y la mano. Nuestros antepasados alcanzaron la verticalidad y liberaron las manos. Surgió así la proyección de una mirada más larga y el inicio de las manualidades. El hacer manual dio qué pensar: favoreció la evolución de la mente. Aquellas manos libres y prensiles intermediaron entre el deseo y la realidad, entre lo interno y lo externo. De las manos intermediarias nació la imaginación: la pre-visión para transformar y dominar una parte del mundo real. Así, la acción y el pensamiento aplicados, la forma y la función de lo hecho, fueron convirtiendo el discurrir humano en la huella de una inteligencia que avanzaba haciendo.

Creamos dejando esa huella, manual y mental, en el sitio elegido, en el espacio que limita una página en blanco, en un lienzo o en cualquier otro material o lugar. Pero los sitios y los materiales también hablan y piden cosas, de ahí que, a veces, utilicemos frases del tipo: “parece que este sitio pide algo” o “lo que aquí pide es…” La creación es cuestión de oído y diálogo. Pintamos un cuadro y el mismo nos dice que falta un poco de azul aquí y sobra un poco de rojo allí. Miguel Ángel concebía sus esculturas considerando la maternidad del material: la figura ya se encontraba dentro del bloque de mármol; su tarea consistía en quitar el sobrante que la ocultaba; avanzaba hacia ella orientado por los latidos internos del material, tallándolo con tacto, directamente sin el recurso del sacapuntos, dialogando con él desde su previsión. De aquel modo nacían las esculturas que ambos, Miguel Ángel y el mármol, albergaban en su interior. Dar forma al mármol era, literalmente, dar a luz: hacer visible lo interno.

Parece claro: tenemos cierto oído para escuchar la realidad que nos rodea y para dialogar y llegar a acuerdos con ella; pero de la realidad escuchamos y vemos unas cosas u otras dependiendo de nuestros intereses y circunstancias, de nuestros hábitos y educación, de nuestra inteligencia y sensibilidad y, sobre todo, de nuestra capacidad para atender desde una u otra sintonía.

Al nacer y asomarnos al mundo, en cierto modo, seguimos sintiéndonos en otro adentro. Después tardamos un tiempo en diferenciar el yo del ello hasta que aprendemos a percibir nuestra autonomía y las distancias de sus afueras. Sin embargo, aunque posteriormente se vaya afirmando esa autonomía como frontera, queda establecida para siempre una relación entre ambos lados: una comunicación con la otra parte. Ese proceso de darnos forma, de ir siendo y haciéndonos personas, va cristalizando en los vínculos que establecemos al relacionarnos con lo otro y los otros; de esta manera vamos construyendo nuestra propia entidad singular, inmersos en el tejido colectivo y bajo los efectos de su interacción. La visión y la idea que poseemos de nosotros mismos mantiene una correspondencia con la visión y la idea que tenemos de lo que está al otro lado. La mirada hacia nuestro yo ha de pasar por la otredad machadiana: la referencia del otro ojo que vemos y nos ve. Del reconocimiento de ese otro lado nace la empatía: la consideración y comprensión de lo ajeno al sentirlo en lo propio, la identificación, la ética y nuestra propia explicación pronunciándose en el verbo que se justifica en los demás.

Cuando un aficionado al ciclismo ve pasar desde la orilla de la carretera a los corredores, no los aplaude desde la verticalidad en la que los esperaba (no se aplaude igual en la carretera que en un teatro o en un encuentro de baloncesto); con su peculiar modo de aplaudir, el aficionado proyecta el ánimo hacia el esfuerzo del ciclista; expresa una identificación con quien admira y le emociona. Como espectador participa de la carrera sintiéndola suya; por eso aplaude desde la orilla imitando inconscientemente al corredor, igual que si estuviera sobre la bicicleta: flexionando las pernas, inclinando el torso hacia adelante y estirando los brazos; algunos, incluso, hasta corren unos metros junto al ciclista.




La belleza como realidad

“La realidad no me interesa, sólo la belleza”. Fue una declaración de la fotógrafa y cineasta Leni Riefenstahl, autora de documentales propagandísticos para el régimen genocida de Adolf Hitler. La declaración la hizo en una entrevista en el verano de 1997 ante la polémica que estaba levantando una muestra de fotografías suyas en una galería de Hamburgo.

La frase, lejos de poder justificar lo profesional como parcela desconectada de la realidad, sólo expresa un divorcio entre lo pretendidamente artístico y su objetivo. La estética no se puede pronunciar sin sus últimas cinco letras. La misma frase de Leni Riefenstahl también la podrían haber pronunciado quienes llevaban a los deportados a los campos de exterminio. Al fin y al cabo, ellos también buscaban una belleza – la llamaban pureza- sin tener en cuenta la realidad; la realidad de los otros. La práctica artística no se puede dar sin sentirse afectada y concernida por lo que ocurre en su entorno. Desde el Renacimiento, la labor del artista incluye una responsabilidad y un posicionamiento individual que va más allá del oficio y el recreo plástico; de otra forma esa labor quedaría limitada en su función a un mero autismo estético. No es posible desvincular la belleza de la realidad; su realce, en lo artístico, ha de servir para sensibilizarnos y para que notemos, aún más, el conjunto de la realidad; para que nuestra razón e inteligencia no estén exentas del soporte emocional.

La belleza forma parte de la realidad que nos incluye. Vive en nosotros cuando las cualidades de lo contemplado se convierten en afección perceptiva. Culturalmente, obedece a determinado cánones, pero éstos no la pueden explicar. Una explicación puede resultar bella, pero la belleza no es la explicación; la sobrepasa. Sólo se puede transmitir a través de la emoción que nos produce, por contagio y compartiendo su mismo síntoma: el amor a esa realidad común que nos conmueve. Bajo esa afección compartida, a la que ha de aspirar el arte, nunca podremos sentirnos divorciados de la realidad ni indiferentes ante lo que sucede en el otro lado, porque el lado del otro es también el nuestro. Está implícito en la creación: al crear, el artista ya se ensaya desde ese lado como primer espectador: guía su acción enfrentado a ella, poniéndose en el lugar de otro, abriendo un espacio y unas posibilidades de percepción para sí mismo y para los demás; inventa un mirador para asombrarse y después lo cede.




Colgando del tiempo

A la vez que finalizan los días, nosotros también vamos anocheciendo. Nos recogemos y abandonamos para descansar en nuestros adentros.

Por la noche, desde las afueras, nuestros puntos luminosos parecen iguales. Sólo se diferencian en las tarifas de los contadores de la luz. Por eso, con independencia de los iluminados y de los que al mirar para arriba se deslumbran, ya sabemos que mirar mucho y distinto tiene un precio. Probablemente sea esta la razón por la que al artista, como al cerdo, lo cura la sociedad colgándolo del tiempo.

Trabajar el tiempo, mirar distinto, medir mirando, imaginar al otro, palpar y dejar huellas, crear rastros, descubrir visiones, informar de la vida, deletrear la realidad a través de sus detalles, establecer nuevos conjuntos y relaciones entre las partes, trascender y sublimar fragmentos ante la inmensidad. En eso entre otras cosas, consiste la labor de algunos profesionales.



(Del catálogo editado por el Servicio de Publicaciones del Principado de Asturias con motivo de la exposición individual celebrada en el Museo Barjola en agosto de 1998)

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